viernes, 20 de septiembre de 2013

ROBERTO TEJADA. LA EMOCIÓN CONTENIDA



Roberto Tejada (Los Angeles, 1964) es poeta, crítico y comisario de arte. Entre 1987 y 1997 vivió en  México donde formó parte del consejo editorial de Vuelta, fue editor ejecutivo de Artes de México y editor fundador de Mandorla: New Writing from the Americas. Ha publicado textos críticos sobre artistas contemporáneos en diversos medios. Tejada es autor de los poemarios Gift & Verdict (1999) y Amulet Anatomy (2001), Mirrors for Gold (2006) y Exposition Park (2010), aunque creemos que nunca ha llegado a publicar un libro de poesía en España.

La poesía de Roberto Tejada está inscrita en la tradición vanguardista de la poesía norteamericana reciente, así como de algunas de las experiencias renovadoras del discurso que se dieron entre algunos poetas de la América hispana: José Lezama Lima, Juan L. Ortiz, Alejandra Pizarnik.

En el poema que os sugerimos Tejada se nos presenta como un cartógrafo que no cede a la tentación de elaborar una geografía del placer en unos versos depurados, sin astillas ni aristas, sin circunloquios ni reiteraciones inútiles. Todas las palabras están en su sitio: la emoción contenida.
 
 El Elemento

Subjuntiva
     vitalicia

     la materia
     un fin (este
     
     instante
     este mismo
    
     aliento)
     los monosílabos
     
     adultos
     en cuyo
     
     vaivén hay
     una algarabía

     infantil
     y el polvo

    de un sueño oscuro
     (las líquidas
     
     consonantes
     alrededor
     
     de la lengua
     de uno al otro

     a pinceladas irre-
     vocables
     
     se enrollan
     como erres
     
     a lo largo
     de tu sexo)
 
     ecuación
     cuadrática,

     vida física
     compartida,
 
     en la que
     las incógnitas

     variables
     del cuerpo

     al fin
     se resuelven ~

     – Traducción Alfonso D’Aquino

(Publicado en Letras Libres, abril, 2006)


 

lunes, 2 de septiembre de 2013

EL ARTE DE NO TERMINAR NADA



Hoy es domingo por la tarde, el verano se va evaporando como el gas del último trago de una botella de cerveza. Desde mi ventana veo el ángulo de la calle iluminado por una inesperada luz teñida de tonalidades distintas que no obstante me resulta familiar. Es la luz de septiembre, que tiende su manto apenas perceptible sobre todas las cosas: sobre los edificios y las calles, sobre la brisa y las nubes, sobre los parques y los árboles. 

La luz de septiembre tiene una eufonía especial cuyas notas se tiñen de reflejos grisáceos, ocres matices, trazas de un azul muy tenue, que da a los objetos una corporeidad que nada tiene que ver con la del resto del año. Es como si adquirieran un volumen adicional contra el fondo del lienzo en el que los objetos aparecen difuminados.

Después de los bochornos de agosto, septiembre aparece ante nosotros como una nueva realidad, de algo que está por venir, del comienzo de un nuevo ciclo, de la ruptura con lo de antes y los retos que vienen.

Desde mi ventana veo también como unos niños juguetean con una pelota, risas y algarabía, corretean felices detrás de un abstraído perro que pasaba por ahí, ajenos a todo lo que sucede a su alrededor. Mientras los miro siento con nostalgia como el verano se escapa, metáfora de la vida que corre ya sin freno. Echo la vista atrás y tengo la sensación de que han sido unos meses en los que he iniciado muchas cosas pero que no he terminado ninguna. El arte de no terminar nada como dijo Vila-Matas en  un conocido artículo publicado en la prensa, y que a su vez lo utilizó para titular el epílogo de su libro EL viajero más lento. Por supuesto que no puedo ni de lejos compararme a los escritores que cita en este epílogo: Lichtenberg, Bolaño, Perec, Italo Calvino o Carlo Emilio Gadda…, sin embargo es esa la sensación que tengo: muchas lecturas, anotaciones dispersas, revisar todo lo que me había quedado pendiente, y sin embargo, todo se ha quedado en eso, en simples esbozos de algo que algún día puede llegar a materializarse, pero que hoy por hoy no son más que sucesión de palabras, presencia simultáneas de los más heterogéneos acontecimientos esperando a ser desentrañados. 

Este verano, he leído algunos libros y de muy variada temática dependiendo del lugar y la hora en los que leía. A primera hora de la mañana, cuando estaba más despejado, leía aquellos cuyo alto contenido de ideas y referencias literarias artísticas y filosóficas requerían una mayor concentración: Walden de Thoreau, Llibre d’absències, de Antoni Marí, y Les folies de Baudelaire, de Roberto Calasso. Del primero me he ha sorprendido sobre todo la actualidad de su mensaje y lo poco que hemos avanzado en más de siglo y medio. Pero con el que más he disfrutado ha sido con Llibre d’absències, un recorrido por distintos artistas, escritores y filósofos en su afán en abstraerse por completo de la realidad como medio de alcanzar los condicionantes favorables que posibiliten cualquier actor creativo. De esta lectura, me han interesado sobre todo las ideas de dos poetas, Leopardi y Baudelaire, sobre las correspondencias que existen entre el conjunto del mundo y el cuerpo del ser humano. De este libro pasé a leer el de Roberto Calasso, en el que se entrecruzan la narrativa, el ensayo, la crónica, la crítica y la indagación biográfica alrededor del poeta flâneur, Charles Baudelaire, y una ciudad París.


Para la  playa o el campo, elegía novelas más livianas, de fácil lectura y escasa concentración: La verdad del caso Harry Quebert, una novela policiaca provista de grandes dosis literarias, por los consejos que se da  a cualquier escritor novel  y cuyo orden de los capítulos, del último al primero, quieren añadirle una mayor originalidad, pero que no deja de ser un redundante y flojo thriller. Para estos lugares también elegí otra que tenía en mi libro electrónico, Derrumbre de Ricardo Menéndez Salmón. La escogí porque según decía la sinopsis era un thriller coral sobre un monstruoso asesino. Pensaba que se trataba de una simple novela policiaca más, sin embargo, muy satisfactoriamente, me equivoqué. La precisión con que Menéndez Salmón selecciona las palabras y dosifica los silencios la convierten en una gran novela, bien construida, de sólida arquitectura formal, acerada por una escritura sobria y erizante. Una novela totalmente deshumanizada pero que merece ser tenida en cuenta.   

Como en la época estival las obligaciones son menores y también los compromisos, aprovecho también para leer todos los suplementos culturales que no he podido hacerlo durante el resto del año. En esta ocasión me he quedado fascinado con ciertos artículos dedicados a las exposiciones artísticas que han tenido lugar la temporada pasada. Leyendo estas reseñas he llegado a percibir las relaciones que existen entre determinadas disciplinas del arte conceptual, la literatura y la vida misma. Por ejemplo los diagramas de Ricardo Basbaum, que siguiendo el itinerario iniciado por Nicolas Bourriand o la línea orgánica de Ligia Clark, funcionan como un hipertexto cuyo discurso visual y verbal nos muestra entre líneas y palabras una representación del mundo como una maraña de relaciones, sin atenuar en absoluto su inextricable complejidad, en un intento de representar la presencia simultánea de los elementos más heterogéneos que concurren a determinar cualquier acontecimiento, que, en definitiva, no son otra cosa que una memoria dibujada de la trayectoria vital de cualquiera de  nosotros.



La memoria, salvaguardar la memoria de las personas anónimas, es uno de los temas en el que centro mis intereses últimamente. Hay dos conmovedoras novelas cuya escritura se focaliza en preservar la memoria familiar: Las lágrimas de San Lorenzo y Nada se opone a la noche. Ambas tratan sobre el tema de cómo el recuerdo de las personas desaparecen con el tiempo. Hay un momento de nuestras vidas que pensamos que jamás van a desparecer, y de repente dan un salto al vació y desaparecen para siempre, como si nunca hubieran existido, todo lo más una leve huella en la memoria de quienes todavía la recuerden, que durará mientras estos vivan, porque ellos también desaparecerán un día.



Pasando de una lectura a otra, entre artículos y referencias anotadas, no recuerdo bien  cómo fue pero tropecé con el principio de incertidumbre de Heinseberg, después de intentar averiguar en qué consiste esta ley física en varias páginas de internet, todavía no he terminado por saber a ciencia cierta en qué consiste realmente, pero lo que sí que sé, y es por lo que me llamó la atención, fue por el alto contenido poético que guarda en sí mismo este principio. Como uno es curioso, y aunque no termine nada, descubrí también por ejemplo que una de las novelas de Goethe, Las afinidades electivas, corresponde también a un enunciado físico-químico. Cuando leía esto tenía en mente, en mi opinión, uno de los mejores poemarios contemporáneos: Metales pesados, en el que Marzal convertía de nuevo la física y química en materia poética. A este respecto, encontré un número de la admirable revista de poesía Litoral que le dedica un monográfico a esta extraña simbiosis, extraña para nosotros que somos herederos del positivismo del XIX, pero que según podemos leer en la didáctica introducción que Antonio Lafarque  hace para este número, en la antigüedad clásica la poesía era una ciencia más y no será hasta el siglo XIX cuando las humanidades y ciencias se fueron alejándose en todos los ámbitos como si el hombre se hubiera rendido ante la imposibilidad de abarcar aptitudes enciclopédicas en varios frentes, hasta tal punto que August Strindberg llegara a afirmar que “La literatura no sirve de nada. La ciencia lo es todo”, sentencia de la que aún hoy parece que somos herederos.



Revisando las notas de las lecturas pasadas volví a ley de la serialidad de Karemmer de la que hablaba Rosa Montero en su excelente e inclasificable, en cuanto géneros literarios se refiere, obra, La ridícula de idea de no volver a verte.  A veces me había ocurrido que tras leer el nombre de un autor, o el título de un libro por primera vez, o escuchar una palabra o un concepto que desconocía por completo, y que, según yo pensaba, no tenía conocimiento previo, al poco tiempo, volvía a ver o escuchar ese título, ese autor, o esa palabra. Creía que era un hecho extraño que sólo me sucedía a mí. Sin embargo, a través de Rosa Montero averiguo que este hecho lo había estudiado el biólogo austriaco Paul Kammerer a principios del siglo XX. Kammerer registró cientos de coincidencias y cuyos estudios y conclusiones las explicó en su libro La ley de la serialidad. Estas coincidencias se trataban sobre todo de hechos que tienden a presentarse en secuencias y que él definió "como una recurrencia coherente de cosas o acontecimientos similares que se repiten en el tiempo o en el espacio sin estar conectados por una causa activa". Al igual que los asteroides se juntan en el espacio bajo la influencia de la gravedad, los sucesos fortuitos, según la hipótesis de Kammerer, también se agrupan. Fue como si Kammerer hubiese propuesto que un suceso mostraba afinidad con otros sucesos causalmente inconexos pero que sin embargo, globalmente compartían alguna forma o patrón global. El trabajo de Kammerer significaba un importante punto de partida pues proponía una interconexión entre algunos sucesos fortuitos, presentándolos como constituyentes de patrones más profundos del universo.



En fin, empieza un nuevo curso. De repente, el verano queda atrás y nos vemos instalado en la rentrée. Una ilusión de renovación. Un propósito de enmienda. Una letra firme y clara en el cuaderno en blanco. Comienza mi  rutina y vuelvo a hacer malabares con las horas del día para emprender nuevos proyectos y continuar dejando inacabados muchos otros. Las lecturas heredadas vuelven a amontonarse sobre mi mesa, y siento como vuelvo a dejar muchas cosas por hacer, otras tantas por terminar; pero ya no me queda más tiempo, el otoño está a la vuelta de la esquina, los días comenzarán a hacerse más cortos, la luz se tornará más pálida y la prisa y las obligaciones y los compromisos se alojarán de nuevo insidiosos en nuestras vidas.