martes, 23 de abril de 2013

viernes, 5 de abril de 2013

Argos el ciego




Escribo porque tengo miedo. Cavo trincheras de palabras donde esconder la cabeza.

Gesualdo Bufalino


Todos nos alegramos cuando comprobamos que aquello que de alguna manera intuimos o sospechamos finalmente termina por cumplirse. Ya hace algún tiempo que vengo dando vueltas a la idea de que habiendo tantos buenos libros para leer no merece la pena perder el tiempo con tanta novelilla de tres al cuarto que se viene publicando. Si existiera al menos un poco de crítica honesta, que hiciera gala de su nombre y no fuera más que otro reclamo publicitario más, aprovecharíamos mejor el tiempo con otras lecturas más convenientes. Uno de los últimos libros que he leído fue una recomendación del escritor Daniel Hernández Chambers en un encuentro que tuvimos a principios de año. El libro en cuestión es Argos el ciego de Gesualdo Bufalino, y me alegra confirmar la idea de que habiendo tantos buenos autores, vivos o muertos, por descubrir, la literatura, aun hoy, puede llegar a impresionarnos. 



En Argos el ciego, el narrador, que se llama también Gesualdo, en el umbral de la vejez, recuerda un verano feliz, de 30 años atrás, en Módica, al sur de Sicilia. Con la vista puesta en el pasado, deja fluir los recuerdos: el incendio de la vida, el estallido del amor, la arrojada juventud, ahora ya simples rescoldos, vuelven a aflorar en su pensamiento. Entonces, Módica, el pueblo rememorado, era, anota Argos-Bufalino, "un escenario de piedras rosa, una fiesta de prodigios. Y cómo olía a jazmín al hacerse de noche". De ese modo, regresan al presente las soñadas muchachas en flor y los galanes quemados por el deseo, pues este libro habla de la felicidad, de la gloria de los cuerpos llameantes.

Es difícil reseñar una obra de tal envergadura y exigencia en un apresurado post, a vuelapluma tras su lectura. El universo mundo de la Sicilia de Bufalino y de sus recuerdos de juventud requiere un sondeo profundo, pues es su estilo, más que el argumento, lo realmente poderoso de esta novela. Argos el ciego exige al lector permanecer con los ojos bien abiertos si no quiere que una distracción ocasional le haga perder las bellas uniones que forman sus palabras, lo que pone de manifiesto que la poesía no es un patrimonio exclusivo del verso. La emoción lírica aparece con frecuencia en la novela, si está bien escrita, aunque ejemplos de ésta cada vez encontremos menos. Cada lector podrá escoger muchos fragmentos, que sirvan para ilustrar esto último, yo mismo tengo varios anotados, sin embargo, me quedo con el capítulo II del libro, lo releí tres veces. El modo de Bufalino, tan sencillo y poético a la vez, de expresar el paso el tiempo es de una belleza extraordinaria:

“Noches, noches entradas de verano, […] y sobre el campo de olivos y encinas sigue colgando una afilada luna, sembrándolo de topos blancos como sayas de novicias;
[…]
Las otras tres estaciones, antes de aquel verano, habían volado con rapidez, ni tristes ni alegres. El otoño depositó alguna gasa de niebla tras los cristales del aula, y el último tábano en expirar, pataleando entre dos páginas del libro de calificaciones. El último higo de octubre se arrugó de almíbar, sin ser recogido, en una rama resecada por el frío, en el campo sólo quedaron las flores de cardo, erguidas, como un miserable pelotón de esqueléticos capuchinos. Luego, las moreras de los patios comenzaron a deshojarse, empezó a llover cada día, […], como a propósito, como por envidia de las estrellas contra el primer, siempre prometido y siempre aplazado, paseo del año escolar.”



 Pero sobre todo nos sentimos deslumbrados ante el rico venero idiomático que fluye del libro: un prodigioso festín de palabras, un auténtico torrente verbal que desborda y se expande, y que enfrenta al lector a múltiples referencias y voces de la cultura clásica y cuyo significado deberá buscar, a veces sin éxito, en el diccionario. Lo cierto es que Gesualdo Bufalino es una vorágine verbal. Con él florece el milagro de la palabra en cada palabra; cada palabra sucede, ocurre, corre, se oculta, aparece, despierta recuerdos ocultos, descubre horizontes nuevos. Cada palabra tiene su acción, o su omisión, y es el lector, su único compañero a través de estas páginas, el que tiene que averiguar lo que sucede entre la sucesión de palabras, en cada insólita unión de palabras, para entender lo que hay dentro de ellas.

La ambición creadora del autor apenas se deja aprehender en una somera lectura. Si, como dijo Genet, la dificultad es la cortesía del autor con el lector, Bufalino nos invita cortésmente y con fruición a leer y releer cada una de sus páginas. La reconstrucción del pasado del autor es tarea ardua pero cuya recompensa aguarda a quienes no se arredran ante la dificultad y apuestan por el triunfo final de la literatura.