viernes, 25 de mayo de 2012

POÉTICAS I


No sé hasta qué punto somos conscientes de que estamos asistiendo a una revolución sustancial en cuanto a hábitos de lectura se refiere. Una multiplicidad de formatos diferentes: internet, medios sociales, ebooks, chats, blogs, etc., y la variedad de textos a los que nos enfrentamos diariamente, están transformando nuestras costumbres lectoras, sobre todo en cuanto al tiempo que le dedicamos normalmente y al modo de realizarla.
En este sentido, si ya la poesía era un género minoritario, pues su lectura generalmente exige una mayor concentración y más tiempo para su compresión y reflexión, en la actualidad, con estos cambios, prácticamente ha quedado  poco menos que para profesores de literatura y eruditos.

El poeta, por lo común, busca a través de la escritura su propio conocimiento, búsqueda que se fundamenta en la dificultad de comunicación, y por lo tanto no está exenta de toda dificultad. De ese modo el acto creador del poema tiende a mostrase como un denodado esfuerzo, donde antes que aparezca el poema, surgen simplemente unas palabras que hay que desarrollar posteriormente. Primero es una frase, unos versos ya hechos, y a partir de ahí viene la elaboración. Generalmente, el ritmo de composición de un poema es muy lento: el poema se desarrolla, crece, aumenta, venciendo las dificultades, ya que el mayor obstáculo que se opone a la creación reside en la palabra misma, pues de su claridad, precisión y poder evocador depende el éxito del poeta.

De ahí la importancia que con frecuencia tienen las propias “poéticas” de los poetas, entendidas éstas, sin ánimo de una definición científica o academicista, como un texto literario en el que un escritor teoriza y ejemplifica algunas ideas y preceptos en torno a su poesía; es decir, una reflexión teórica alrededor de la propia producción literaria, en la que, sobre todo, se tiene en cuenta todo lo que se relaciona con la creación o la composición del poema, donde el lenguaje, la palabra, el quehacer poético, se convierten en poema mismo. Así pues una “poética” no es más que una autorreflexión sobre la poesía, la palabra que se nombra a sí misma, una poesía que no denota ni connota ninguna realidad fuera del propio poema. Son versos que reflejan en última instancia una interesante reflexión: la primacía de la palabra sobre los demás elementos que integran el poema.

Ángel González (1925 - 2008), a parte de las “poéticas” que escribe sobre su propia poesía en Muestra, corregida y aumentada, de algunos procedimientos narrativos y de las actitudes sentimentales que habitualmente comportan (1976), le dedica un interesante poema a su admirado Juan Ramón Jiménez, cuyo descubrimiento significó para él, como lo había significado para los autores del 27, una apertura hacia nuevos caminos del lenguaje.

 
J.R.J.

Debajo del poema
—laborioso mecánico—,
apretaba las tuercas a un epíteto.
Luego engrasó un adverbio,
dejó la rima a punto,
afinó el ritmo
y pintó de amarillo el artefacto.
Al fin lo puso en marcha, y funcionaba.
—No lo toques ya más,
                       se dijo.
                                                                           Pero
no pudo remediarlo:
volvió a empezar,
rompió los octosílabos,
los juntó todos,
cambio por sinestesias las metáforas,
aceleró...
                  mas nada sucedía.
Soltó un tropo,
                  dejó todas las piezas
en una lata malva,
y se marchó,
cansado de su nombre.

Prosemas o menos (1985)

viernes, 18 de mayo de 2012

Castilla, 1912 - 2012


Tradicionalmente, y creo que poco ha cambiado en la actualidad, la enseñanza de la asignatura de la literatura se viene haciendo como una prolongación de épocas, en las que sin apenas variación, se suceden generación tras generación. Edad Media, Prerrenacimiento, Renacimiento, Barroco, Neoclasicismo, Romanticismo, Modernismo, Generación del 98 y el siempre clarificador siglo XX, son unos marbetes tan abstractos que para nada tiene en cuenta un análisis concreto de los escritores circunscriptos en ellos. El método tiene que ser muy bueno cuando curso tras curso los profesores del instituto y los manuales de literatura lo vienen repitiendo inalterablemente, pero sin embargo, a la postre resuelta que es un procedimiento tan deficitario que no alcanza a explicar la peculiaridad de las obras que hoy apreciamos en razón de su calidad literaria. La lista de excepciones cuya singularidad la saca fuera de la época literaria a la que le inscriben sería interminable.

Por ejemplo, de José Martínez Ruiz, Azorín (1873 – 1967), siempre nos han enseñado que es un escritor perteneciente a la Generación del 98, movimiento literario que denuncia la trágica situación y la profunda crisis en la que vivía España tras la pérdida de las últimas colonias de ultramar Cuba y Filipinas en 1898;  así como una intensa búsqueda de lo puramente español materializada en Castilla, y cuyo estilo, sobrio y antirretórico poco a nada tiene que ver con el colorido y la musicalidad del Modernismo, etapa anterior de la que surgen como reacción. Es decir, de Azorín siempre hemos pensado que era un escritor adusto, serio, e incluso un tanto hosco con una gran preocupación por “las palabras tradicionales y terruñeras”, frente a Rubén Darío, un poco más frívolo y díscolo, que cantaba sonatinas para las tristes princesas.

Ahora bien, siguiendo esta metodología propuesta por los manuales de literatura habituales, una obra como Castilla de Azorín, de la que precisamente en este 2012 se cumple cien años, dado que su autor pertenece por nacimiento a la Generación del 98, la situaríamos dentro de esta corriente artística. Sin embargo será sobre todo esta adscripción, más que cualquier otro rasgo literario, la que dificulte su correcta comprensión, ya que sus principios estéticos están más próximos al simbolismo modernista que al rancio espíritu noventayochista: la sensación de la melancolía, asociada a una impresión musical, la indagación en el trasfondo espiritual de la realidad, materializado en un intento de aprisionar el espíritu de Castilla, así como el insondable sentimiento del paso del tiempo, lo aproximan al simbolismo en sus elementos esenciales.

Castilla no es más que la evocación de una ciudad castellana en tres momentos diferente de su historia. A  partir de varios relatos, en el que podeos encontrar distintas formas estilísticas, desde el artículo de viaje hasta prosa poética, “El mar”, recreaciones literarias como la de Calisto y Melibea en “Las nubes”, o fruto de la imaginación del autor, “Una flauta en la noche”, vemos como Azorín lo que pretende es aprehender el tiempo que se le escapa y un mundo desaparecido que únicamente se conserva en su memoria. En definitiva Castilla no sólo es una extraordinaria relectura de los clásicos españoles, sino que es la conversión en letra viva de un paisaje, o mejor dicho, la emoción de un paisaje, en el que se nos sirve la posibilidad de tomar el pulso de la vida en  las tierras y en las huellas que la historia ha depositado en ellas, y que por una excesiva propensión nuestra a encasillarlo todo, no apreciamos en su completa dimensión los valores literarios y artísticos de una obra ya centenaria.


viernes, 11 de mayo de 2012

EL INCREÍBLE NIÑO COME LIBROS


En un post anterior veíamos como Jeff Brodsky afirmaba que “uno es lo que lee”, y esto es  enteramente cierto. Desde pequeños, gracias sobre todo a nuestros padres, vamos formando nuestro carácter bibliópatra con las historias que nos relatan, o con los cuentos en los que empezamos a distinguir los colores y las primeras letras. Nuestra vida está estrechamente vinculada a todo lo que hemos ido viendo y leyendo desde la infancia, de tal modo que, cuando por casualidad cae en nuestras manos unos de esos primeros cuentos o libros de nuestra niñez, podemos vernos reflejados en ellos como si de una especie de espejo mágico se tratara. Sin lugar a dudas, en esos primeros libros se alojan no pocos descubrimientos de la vida.

Hasta ahora no me había decidido hablar de literatura infantil y juvenil. Creo que es uno de los géneros literarios que merecen una sensibilidad especial, ya que su estructura narrativa, junto con la trabazón que existe implícita con las imágenes, siempre es más compleja de lo que a primera vista parece. No obstante, no puedo dejar pasar la ocasión de hablaros de un libro que descubrí hace poco y que precisamente trata de un futuro bibliópatra.

El increíble niño come libros, cuenta la historia de un niño que devora los libros; pero cuando decimos devorar es porque lo hace literalmente, los mastica y los engulle. Movido por un insaciable apetito de conocimiento, un día se come una palabra, luego un párrafo, después una frase, hasta que termina por zamparse todos los libros que encuentra: desde novelas, diccionarios, y enciclopedias hasta manuales de historia o matemáticas, aunque sus favoritos siempre son los rojos. Hasta que un día no sólo termina con una terrible indigestión, sino totalmente confundido. Es entonces cuando descubre el verdadero secreto de la lectura: es mejor leerlos y disfrutarlos poco a poco que pegarse el atracón.

Este cuento, escrito e ilustrado por Oliver Jeffers, es un hermoso libro-álbum, donde todo está cuidado al detalle, no sólo el texto narrativo, sino también el diseño, las ilustraciones, la disposición en la página, las distintas tipografías utilizadas, letras manuscritas con texto mecanografiado, por ejemplo. Los dibujos aparecen sobre distintas texturas: Postales, cartas, servilletas, hojas milimetradas, pentagramas, fichas e incluso sobre la tapa rota de algún libro. Además, añade a sus dibujos algunos detalles científicos, como gráficas o fórmulas, que combinadas con elementos desestructurados, dotan al cuento de una gran originalidad, lo que supone también un valor añadido tanto en lo visual como en lo narrativo. Al final, este aprovechamiento de los soportes y el uso inteligente, estratégico, de los blancos agilizan la mirada, amenizando la lectura.




Oliver Jeffers es una autor sorprendente. Sus libros nos presentan narraciones sencillas y amenas, y aunque están pensadas para niños, tienen una profundidad que toca a menudo nuestra sensibilidad. Sus historias son de esas lecturas que nunca olvidas, pues para muchos de nosotros las horas más emocionantes de la infancia son aquellas que nos remiten a ciertas lecturas primerizas, al encuentro con algún libro que luego se convertirá en inolvidable.

viernes, 4 de mayo de 2012

Una lectora nada común


Hay veces que un libro se cruza en tu vida de una forma inesperada. Curiosamente no sabes nada de él, ni tampoco has leído ni oído nada con anterioridad, pero de repente, ahí está, aparece delante de ti, y algo muy dentro te dice que no debes dejar pasar la ocasión.  Esto no es un hecho que ocurra frecuentemente, pero por eso mismo, por lo inusual que resulta, nuestra experiencia lectora nos dice que debemos leerlo cuanto antes.

Una lectora nada común de Alan Bennett es uno de esos extraños libros. La protagonista de la historia, como ya podemos adivinar por la fotografía de la portada, es la reina Isabel II de Inglaterra. En realidad, de ella poco o nada conocemos, aparte de los datos puramente históricos, o las relaciones de sus familiares tan aireadas en la prensa rosa; pero por el contrario, de su faceta más íntima lo ignoramos todo. La imagen que tenemos de ella es la de una persona hierática, fría, con la majestuosidad propia de su rango. Ahora bien, Bennett en este libro plantea una cuestión insólita: ¿qué sucedería si la magna soberana de repente se aficionara a la lectura? Y en una vuelta de tuerca más: ¿qué ocurriría si esa nueva afición le condujera a las cotas más altas de la literatura y le llevara a cuestionarse su disciplinada y discreta forma de vida que ha llevado durante tanto tiempo?

Una lectora nada común no es otra cosa que la historia común de la mayoría de los lectores. La reina, tras entrar en contacto con los libros, y descubrir ese nuevo mundo de distintas alternativas que le ofrecen, se transforma, por qué no decirlo, en una bibliótropa, en una amante de la las letras, cuyo poder hace que pase de su hieratismo, su frialdad y su seguridad en sí misma, a una nueva situación totalmente incontrolada, a un nuevo deseo de vivir la vida de forma radicalmente diferente, y a una repentina y constante inseguridad. Como todos sabemos, los libros ponen en evidencia que el mundo es más complejo de lo que parece a simple vista, y que todo depende de la perspectiva que se adopte.

La novela, aunque por su extensión estaría entre la imperceptible barrera entre la novela corta o el relato, no es más que una sucesión de reflexiones acerca del poder de la literatura. Lo cierto es que no es mucho más, no hay intriga, no hay acción, y sin embargo, plantea de una forma agradable y divertida la fascinación que siente un lector por los libros, al mismo tiempo que nos hace partícipe de un proceso de aprendizaje: “Es cierto que al principio leía con temor y cierta desazón. La propia infinitud del número de libros era un desafío y no sabía por dónde continuar; […] La fase siguiente fue cuando empezó a tomar notas, y a partir de entonces leía siempre con un lápiz a mano, […]. Sólo al cabo de un año, más o menos, de leer y tomar notas se aventuró a apuntar algunos pensamientos propios.”

No obstante, no hay que tomar este aprendizaje como algo relacionado con el saber enciclopédico, sino con un saber que va mucho más allá, un saber intangible y tan poco considerado hoy en día, que tiene más que ver con la capacidad de asombro, con el nivel de conocimiento de uno mismo y con el de la naturaleza humana. Según va avanzando la Reina en sus lecturas, su sensibilidad va cambiando de una forma tan intensa como inapreciable. Puede que se haya vuelto mejor persona, o al menos más sensible a las circunstancias de los demás, pero también más escéptica. Casi al final de la novela afirma: “No pones la vida en los libros. Encuentras la vida en ellos.”

Ocurrente, irónica e incluso a veces irreverente, extraordinariamente la reina como personaje experimenta las mismas  sensaciones que cualquier lector ha vivido al encontrarse de verdad con los libros: su redescubierta pasión bibliófila le aparta de su vida real, descuida sus quehaceres reales, y lo que es más importante su regia actitud es totalmente contraria pues una reina más que interesarse por todo debe parecer interesante, pero ni mucho menos expresar sus propias opiniones o enjuiciar a los políticos como acabó haciendo. Es el contagioso resultado de la epidemia de las letras.